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Cartel de tránsito muy frecuente en las vías de EEUU cercanas a la frontera con México. |
Todo fue muy
bien por un tiempo, pero, como todas las relaciones, ésta también comenzó a
declinar, en este caso un poco temprano tal vez por la falta de comunicación
una vez que los “masajes” se volvieron rutina. No obstante, aún vivían juntos
cuando Mary me dijo, tomando una copa de vino en mi casa, que se le partía el
corazón ver a su novio llorar porque hacía años que no veía a sus padres ni a sus
hijos.
–¿Hijos?–, le
pregunté. –¿El tipo tiene hijos allá en Tailandia?
Conocía a Mary
desde hacía varios meses, pero ésta era una novedad para mí.
–Sí, dos. De
ocho y seis.
El tailandés es
indocumentado y, como muchos de los 11,5 millones de indocumentados en Estados
Unidos, una vez que comenzó a enviar dinero a su país, su ingreso se volvió
imprescindible para sus parientes que están lejos. El novio de Mary no puede ir
de visita a Tailandia porque no podría volver a entrar. Y no puede poner en
riesgo esa fuente de dinero familiar. Sus únicas opciones son: 1) Morir de
nostalgia; 2) Casarse con una estadounidense que le dé la residencia.
Entonces le
conté una historia a Mary, sin sugerirle nada abiertamente. Nosotros, los
manipuladores, sabemos cómo hacer para que las demás personas crean que se les
ha ocurrido algo que les hemos infundido. O eso creía yo, que soy una pésima
manipuladora, como se verá.
Le conté de Lidia,
la salvadoreña que me ayuda en mi casa dos veces al mes y que no se llama Lidia
realmente. Mary tampoco se llama Mary, de todos modos.
Lidia es una campesina indocumentada que sembraba papas y tomates en el norte de El Salvador. Trabaja principalmente para una acaudalada familia iraní en Beverly Hills, cuya matriarca le pide que hable español a sus hijos para que aprendan un tercer idioma. La primera vez que vino a mi casa, hace más de un año, Lidia ofreció mostrarme cartas de recomendación de patronas pasadas. Como buena
burguesa latinoamericana acostumbrada al servicio doméstico que soy, sé muy
bien que las cartas de recomendación no significan nada y que lo único que
importa en estos casos es establecer confianza, porque una vez que nuestras
asistentes tienen las llaves, lo tendrán todo.
Por eso, en
lugar de las fulanas cartas, le pregunté a Lidia de su vida, para
conocerla mejor. Me habló de cómo cruzó la frontera desde Ciudad Juárez, México, a El Paso, Texas. Ella y otros ocho inmigrantes corrieron furiosamente a través de un eterno campo de golf ("el juego ese de los huequitos", dijo) y luego cruzaron, sin mirar, un montón de calles de una ciudad que desconocían, hasta llegar a una pickup cerrada
donde los metieron, apretados y sofocados
por el calor y la sed, para llevarlos a Las Vegas, a 11 horas de allí.
–El coyote
paraba el tránsito–, recordó. Los "coyotes" son los traficantes de personas que cruzan ilegalmente a los inmigrantes. –Se ponía en la mitad de la calle y paraba los carros. ¡Y se paraban! Ay, Leila, no sabes cómo corrí. Corrí como una loca.
Cuando llegaron
a Las Vegas, todos comenzaron a trabajar de inmediato en la cocina de un gran
hotel por cuatro dólares la hora, mucho menos del salario mínimo de casi siete
que corría en 2008.
–El de la
pirámide–, me dijo Lidia.
–¿El Luxor?–,
le pregunté. Es el pretencioso hotel, de dudosa inspiración egipcia, donde me quedo cuando voy a Las Vegas a
cubrir los Latin Grammy para la AFP, donde trabajo.
–Sí, ese mismo.
Al cabo de media
hora, en esa primera entrevista, ya Lidia estaba llorando. Extrañaba a sus dos
hijas adolescentes en el norte de El Salvador, a quienes no veía hacía cinco
años y con quienes aún hoy se comunica sólo por Skype. Ellas reciben más de la
mitad de lo que Lidia gana (en Los Ángeles, ahora, 10 dólares la hora), gracias
a lo cual las niñas pueden estudiar en el liceo, soñar con ir a la universidad
en San Salvador y no preocuparse por trabajar para sobrevivir. La mayor quiere
estudiar medicina, la menor quiere ser maestra. Y lo harán, gracias al enorme
esfuerzo de Lidia y la pobreza extrema en que vive acá, para que sus hijas
estén bien, allá.
Como yo también
estaba susceptible (hace más de 16 años que soy inmigrante, después de
todo), sus lágrimas se convirtieron en las mías y terminamos llorando
abrazadas, cada una por su dolor propio. El de ella, por supuesto, era mucho
mayor. Pero igual.
Y entonces,
después de este emotivo y, visto desde afuera, bastante ridículo abrazo inicial,
le di todas mis llaves.
Un par de meses
después, Lidia me contó que se había peleado con la mujer con quien vivía, otra
salvadoreña que se había casado con un gringo para que le diera los papeles
después de una transacción de varios miles de dólares. Lidia había criticado a
su ahora ex amiga porque ésta seguía viéndose con su amante –también
indocumentado– en la casa que ellas compartían. No sólo Lidia tenía que esperar
sentada en la cocina a que ellos terminaran de tener sexo, porque ambas dormían
en el mismo cuarto de un apartamento muy chico, sino, además, ese romántico ir
y venir era riesgoso porque “la migra” podía descubrir muy fácilmente que el
matrimonio de su “roommate” con un gringo era un fraude.
Bastaba la denuncia de un vecino.
La mujer se ofendió
tanto con Lidia por esta crítica que la amenazó, en venganza, con denunciarla a
la migra. Lidia lloraba y lloraba, aterrorizada. Yo no sabía qué decirle. ¿Que
la visitaría en el centro de detención? ¿Qué podía hacer yo si su amiga era una
estúpida?
Al final el
asunto se saldó (otra amiga de Lidia amenazó de muerte a la amenazante roommate
si se atrevía a llamar a la migra), pero me quedó muy clara la vulnerabilidad
en que viven los indocumentados. Más tarde, un guatemalteco gordo, viejo y feo
que a Lidia no le gustaba para nada, le pidió matrimonio, garantizándole los papeles
porque tenía la ciudadanía estadounidense. Para ella, tener los papeles significaría no sólo visitar a las niñas, sino poder traérselas a Los Ángeles. Lidia, que es una joven muy guapa, lo
llegó a considerar, pero terminó rechazando la oferta porque tenía miedo de ser
golpeada y violada si se casaba con él. “Voy a tener que darle todo”, me decía.
“Ay Leila, es que él no me gusta”. Y me pidió consejo. Le dije que, honestamente,
yo no veía la necesidad de que sus hijas vinieran a Estados Unidos para
trabajar como empleadas domésticas. Lo mejor para las niñas era quedarse en El
Salvador e ir a la universidad como tenían planeado. Y le aconsejé que no se
casara, que esperara a la reforma migratoria que Barack Obama le tiene prometida.
Y así fue como,
en estas conversaciones, Lidia me contó lo rentable que es, para los
inmigrantes con papeles, el negocio de casarse. Otra amiga de ella, que tiene la ciudadanía, se casa cada
dos años. Al cabo de ese período, se puede divorciar y su exmarido mantendrá la residencia legal. Cada vez que
se casa, esta mujer cobra 15.000 dólares, sin tener que hacer nada excepto
firmar un papel. Y luego otro, para el divorcio.
Más o menos
aquí terminé mi historia. Yo sólo quería sensibilizar a Mary sobre el tema
migratorio, que a muchos estadounidenses se les escapa por falta de información
o de curiosidad (que terminan siendo lo mismo). Pensaba que esta ausencia de sensibilidad se debía, básicamente,
a que los gringos no hablan con sus jardineros, asistentes y masajistas por meras
diferencias lingüísticas.
–Qué buena idea me diste, Leila–, me dijo
Mary. –Le voy a proponer a mi novio que nos casemos. Total, serán sólo dos
años. Le va a encantar la idea. No sabes cuánto lloró en Navidad cuando llegaron
mis sobrinos, que tienen las edades de sus hijos.
Me alegré mucho
por el tailandés.
No obstante, Mary
continuó: –Si le pido que me dé 400 dólares al mes, en dos años me habrá pagado casi 10.000
dólares. Le costará más barato de lo que pagaría en otra parte y saldríamos
ganando los dos.
Yo la miré con
asombro. Pero Mary malinterpretó mi expresión de sorpresa.
–Cierto, puedo
cobrarle 500 dólares al mes y él todavía sale ganando.