
Un jueves 7 de agosto apareció, en el
rancho de los Sánchez, un hueco. Había surgido en medio de la sala y
tenía un diámetro no mayor al de una mesa para seis personas. Por suerte la
casa era espaciosa, aunque no lujosa, lo que les permitió adoptar el
hueco como parte de la familia.
El hueco era negro y parecía muy profundo. Tanto que la familia Sánchez vio, al fondo,
pequeños puntos de luz que parecían estrellas. Era tan perfectamente circular que ninguno se explicaba cómo podía haberse recortado, como con
la precisión de una segueta, el cemento crudo del suelo y lo que antes había
debajo. En el techo también había aparecido otro hueco, justo arriba del hueco del piso y del mismo tamaño. La familia no escuchó nada durante
la noche, todos tenían el sueño muy pesado.
Los Sánchez vivían en un valle de las
afueras de la ciudad de Mérida, en Venezuela. Desde la carretera que
bordeaba las laderas de las montañas andinas partía un sendero de tierra
abierto por los caminantes que, al cabo de tres o cuatro kilómetros, llegaba a
casa de los Sánchez y ahí terminaba. Todo alrededor era pasto de vacas y
algunos peñascos regados por el valle. Desde la carretera se veía a lo lejos aquella casa como un punto lejano, rodeado de pequeños puntos
móviles: ésos eran los niños y las gallinas. A medio camino corría, sobre un
lecho de piedras, el río Chama, que formaba por ahí pequeñas piscinas
donde la familia se bañaba y de las que Juvencia Sánchez robaba el agua
que acarreaba, en dos grandes baldes, hasta la cocina. El agua era todo. Las
gallinas eran buena parte del resto. Los domingos, Florentino Sánchez iba a un mercado
en Mérida para intercambiar sus artesanías hechas en cuernos de vaca por frutas y verduras.
Florentino y Juvencia habían construido
su casa sabiendo que, de aparecer un eventual dueño de esa tierra, nadie
podría privarlos de ella. Los niños en ese entonces eran dos. Cuando apareció
el hueco eran ya seis; los cuatro mayores, varones, y las dos chiquitas,
mellizas. Don Sánchez había cubierto el suelo de tierra con un cemento crudo que
Juvencia hacía relucir con sebo de vela hervido en vinagre. Las cuatro paredes,
de bahareque, barro y cubiertas de cal, se levantaban apenas lo necesario del
suelo para no darse cabezazos con el techo de madera. Salpicadas, sin proporción, sólo algunas estampitas religiosas daban color a las paredes.
No había adornos sino instrumentos. Les habían robado la puerta, de modo que
quedaba un agujero por el que entraba el frío seco de la montaña. La cocina era
un pequeño y oscuro cuarto al fondo, apartado del resto del hogar por una entrada independiente.
La casa consistía sólo en un gran espacio separado en dos por una cortina floreada
y desteñida. Al otro lado de la cortina había una serie de colchones sobre
el suelo, cubiertos de decenas de mantas, donde dormía la familia entera. Del
lado del frente estaba la mesa con burdas sillas alrededor y se erigía el
pequeño taller de don Florentino. A un costado, donde debía haber una sala, estaba el
hueco.
El día que apareció el hueco, todos se
reunieron a su alrededor y se quedaron mirándolo sin decir nada. Florentino
Sánchez trajo una pequeña piedra del patio y, en cuclillas, la dejó caer en
él. La familia aguardó, ladeando sus cabezas hacia la oscuridad y
haciendo un túnel con las manos alrededor de las orejas. Se
sintió el silbido de la piedra atravesando el aire, pero ningún sonido les permitió
inferir la profundidad.
–Qué talento el del hueco éste– dijo
Juvencia al fin, cuando se incorporó para juntar los huevos y preparar el
desayuno. –Florentino, hágame el favor de reparar esa vaina para que no se nos caigan
los muchachos ahí dentro, por el amor de dios. Habráse visto, semejante
gobierno.
Florentino dedicó el día a
parapetear el techo con retazos de plástico y construir un pequeño cerco
alrededor del hueco que protegería a los niños y a las gallinas. Lleno de curiosidad, volvió a lanzar piedras que no escuchó caer.
Pensó que si encontraba una laja lo bastante grande podría tapar el hueco con
ella, pero necesitaría la ayuda de sus vecinos para transportarla. Los vecinos
vivían al otro lado de la loma. Se asomó a la teórica puerta y miró la loma.
Ir y volver le tomaría dos días, de modo que desechó aquella idea. No tardó en
percibir que el hueco absorbía los objetos. Cuando él se
asomaba, podía sentir un ligero viento que provenía del fondo y que parecía
succionarlo. Si amarraba una piedra chica a un cordel y la hacía girar fuera
del hueco, ésta tardaba unos minutos en apaciguar su movimiento. En cambio,
sobre el hueco, el cordel se tensaba y la piedra dejaba de girar en el acto.
Los niños miraron el proceso mudos y estupefactos.
–A la mierda– dijo Florentino por fin,
estrenando su voz ya al final del día.
Cuando se reunieron a cenar, los niños
los bombardearon a preguntas. ¿Quién puso el hueco ahí? ¿Y por qué? ¿Por qué en
nuestra casa? ¿Adónde llega? ¿Qué tan profundo puede ser un hueco? Florentino
y Juvencia improvisaron respuestas para no desestimular su curiosidad, como les
había aconsejado la trabajadora social.
–Lo puso Dios, mijitos –decidió por fin
Juvencia–, lo puso Dios y me dijo que cuando uno de nosotros se muera, lo
tiráramos ahí. Ahora váyanse a acostar.
Ante tan incuestionable contestación, los
niños obedecieron. Del otro lado de la cortina los Sánchez escucharon que sus
hijos, alborotados, hacían apuestas y proponían juegos en torno al hueco.
–Que no los vea yo jugando con el hueco
porque les zampo una paliza que se la van a contar a sus nietos– vociferó
Juvencia. Luego, en voz baja, le dijo a Florentino:
–¿Y?
Florentino se levantó de la mesa como si
cargara un morral pesado en la espalda y comenzó a desvestirse. Antes de
atravesar la cortinilla, se dio vuelta y la miró.
–¿Y, qué?
Juvencia terminó de levantar la mesa y
apiló los platos que lavaría al día siguiente. Después se asomó por el cerco
que había fabricado su marido y miró el hueco. No vio los pequeños punto de
luz que se divisaban durante el día.
–Ay, ánimas benditas del purgatorio.
***
En los dos días siguientes, Florentino tuvo
que recuperar el tiempo perdido porque debía acabar de lijar las piezas que
llevaría el domingo al mercado. De modo que no prestó atención al hueco y menos
aún su señora, quien ya tenía bastante con acarrear el agua, lavar la ropa,
limpiar la casa, bañar a los niños, alimentarlos y cuidar que no se mataran
entre ellos. Sin proponérselo, todos continuaron con su rutina; de hecho
Florentino pensó en colocar la mesa sobre el hueco para no desaprovechar
aquel espacio. Pero a Juvencia no le pareció prudente la idea.
En la tarde del sábado, como en todas las
tardes, los dos se sentaron al frente de la casa a esperar el ocaso que venía
sin previo aviso y caía en un parpadeo. Tomaban infusión de limoncillo
y Florentino escupía tabaco. Vieron acercarse a una persona que poco a poco
adoptó la forma de la trabajadora social. Al reconocerla, los niños corrieron a
saludarla y reclamarle los chocolates que ella siempre les traía.
Llegó agotada, rodeada por los pequeños
que la atacaban a preguntas. Florentino los alejó chasqueando los dientes e
invitó a sentarse a la muchacha mientras Juvencia fue a calentar más infusión.
Estaba fresco y la trabajadora social pronto se enfriaría con el sudor pegado
al cuerpo, y eso no era bueno.
–¿Decidieron qué van a hacer con los
niños?– le preguntó la trabajadora social a Florentino, apremiada porque el año
escolar comenzaría en dos meses.
–¡Juvencia!– gritó Florentino encauzando
su voz hacia la cocina–. ¡Pregunta que qué vamos a hacer con los niños!
Juvencia se tomó su tiempo, se sentó en
su lugar y le ofreció la taza humeante a la muchacha. Era una chica joven,
bonita, que no entendía nada; pero ellos le tenían cariño. A los Sánchez les
parecía delgada y frágil y sus manos huesudas les daban lástima. Tenía un
cabello ondulado, largo y pardo, que se colaba entre los lentes diminutos.

–Cuando sean grandes los más pequeños,
los grandes van a ser adultos– replicó la trabajadora social.
–Entonces los adultos me llevan a los
pequeños y sanseacabó. O usted me los lleva. Si usted, que anda todo el día
pacá y pallá, me los lleva, yo no tengo problema.
La trabajadora sonrió. No entendía por
qué aquella gente construía casas tan apartadas si después les tomaría tanto
trabajo ir y venir del pueblo y ni hablar de la ciudad. Esa casucha ahí, en
medio del valle, de la nada, no tenía sentido. Si algo le ocurría a alguien,
aun suponiendo que llegara a tiempo a la carretera, no encontraría transporte hasta el poblado más cercano. Muchos de sus problemas no existirían si ellos no
hubieran construido tan lejos.
–¿Lejos de qué, mija?– le preguntó
Florentino riendo a carcajadas.
–De la ciudad, don Florentino, al menos
del pueblo, donde hay una escuela y un hospital y todo lo que necesite.
Florentino escupió y luego miró hacia el
río y más allá, hacia el valle tan verde que dolía en los ojos, hacia las
montañas con sus picos nevados y su abrumadora grandilocuencia.
–Aquí hay lo que necesito–, dijo. –En el
pueblo, de todos modos, la escuela no importa y el hospital no sirve– terminó.
La trabajadora social sonrió de nuevo.
Don Florentino tenía razón: era de todos sabido que la escuela no estaba
inscrita en el registro del ministerio y que el hospital no tenía ni alcohol.
–Mire, mija– interrumpió Juvencia. –A ver
si usted sirve para alguna cosa y nos dice qué hace uno cuando aparece un hueco
en la casa de uno.
Florentino asintió, complacido.
La trabajadora social no comprendió la
pregunta.
–Pues venga y vea.
Los Sánchez la llevaron hasta el hueco
cercado burdamente con varillas de madera. La muchacha les hizo las mismas
preguntas que les habían hecho dos días antes los niños, pero los Sánchez sólo
se encogieron de hombros. Repitieron las pruebas de las piedras en el vacío y
del cordel en tensión e invitaron a la muchacha a asomarse, pero ella prefirió salir de la casa, mareada.
–¿Y?– le preguntó Juvencia siguiéndola
–¿dónde protesta uno para que le arreglen el piso?
Comenzaba a anochecer y la trabajadora
debía irse, su auto la esperaba al borde de la carretera. Prometió que haría
algo al respecto y marchó con paso rápido, esquivando los pequeños charcos y
con la sospecha de que no sería prudente confiarle el asunto a nadie.
–Fin de mundo, Florentino. Se nos espantó
la carajita.
–Así se deja de joder.
Al día siguiente, Florentino no habló del
hueco en el mercado. No por reserva sino porque lo había olvidado.
Cuando cargó sus bolsas con las legumbres, lo alcanzó, jadeante, la trabajadora
social, que llevaba un vestido holgado y una minúscula cartera cruzada
en el torso. Le propuso que enviaran a la escuela a sus dos hijos mayores, que
ya cumplían doce años uno y diez el otro, bajo la promesa de que éstos le
enseñarían a leer a los más pequeños quienes, al crecer, también acudirían. Y ella se comprometía a verificar la asistencia y el
comportamiento de los muchachos.
Florentino le comunicó el ofrecimiento a
su mujer quien, admitiendo que esos niños ya estaban grandes e iban y venían
del pueblo sin problema, aceptó a regañadientes. Los críos le servían en casa
para ayudarla a cuidar a los más pequeños, pero por otra parte la trabajadora
tenía razón: tal vez servía de algo que fueran a la escuela, después de todo.
***
–Vas a terminar tapándolo de basura– le
decía Florentino sonriendo.
–¿Y qué? De aquí a que se llene se lo
cuento a los ángeles.
Desde el punto de vista de una familia
que no tenía baño y que debía caminar tres kilómetros hasta la carretera para
dejar la basura en un lugar accesible a los recolectores, un hueco así era una
verdadera solución.
Al comenzar las clases, en octubre, los
Sánchez tuvieron oportunidad de arrepentirse de haber hecho caso a la
trabajadora social. En menos de dos semanas la casa se les llenó de niños que
iban a ver el hueco del que tanto fanfarroneaban los pequeños Sánchez, ávidos
de aceptación en el nuevo grupo de amigos. Al cabo de un mes comenzaron a
llegar los padres de esos niños y Juvencia se encontró a sí misma atendiendo a
la visita y ofreciendo infusiones a diestra y siniestra. Debía lavar los pocos
tazones de que disponía al menos cuarenta veces al día y refunfuñaba porque el
agua que traía con tanto esfuerzo no le alcanzaba para nada. Las mujeres le
preguntaban dónde quedaba el baño y Juvencia señalaba el río, con una vergüenza
que nunca había sentido antes.
Cuando volvió la trabajadora social,
acompañada por un inspector que deseaba ver el hueco del que se hablaba en todo
el estado, le costó encontrar entre la multitud a los dueños de casa. Se respiraba el olor a sudores fríos, secados y absorbidos
por los suéteres de lana. La gente se agolpaba temerariamente en torno al hueco
y sólo algunos, al detenerse frente a él, hacían el silencio de la reverencia.
Ciertas familias aprovechaban el paseo para hacer un picnic en los alrededores de
la casa; de allí provenía un bullicio del que sólo se atrapaban comentarios
sueltos sobre el hueco, agudos chillidos de niños y decenas de radios que
competían por la supremacía del volumen.
La trabajadora social entró a empujones y
halló a Florentino quien, colapsado, protegía su cerco de los curiosos. Supo
por él que Juvencia se afanaba en la cocina. Las personas lanzaban piedras y
hacían un corto silencio llenado con risas al cabo de unos minutos. Luego
salían a fumar. A los Sánchez no les gustaba que las gallinas picotearan las colillas.
La trabajadora social fue hasta la cocina
y ayudó a Juvencia con los tazones sin decir una palabra, mientras el
inspector, con su libreta en la mano, apartó del tumulto a Florentino para
interrogarlo. A don Sánchez no le costó responder a las
preguntas iniciales, respectivas a la locación y fecha de aparición del hueco,
pero le siguieron otras más complicadas.
–¿Sabe que albergar una oquedad no
registrada en su residencia puede ser ilegal?
–Ilegal es que el gobierno me abra un
hueco en la casa– replicó Florentino.
–Responda con sí o no.
–¿Cuál era la pregunta?
El inspector, fastidiado, pasaba a la
siguiente:
–¿Tiene usted un seguro para los
visitantes?
–Seguro que se van a ir de aquí o los
echo a patadas. Ya le dije a doña Juvencia que no los atendiera más.
–Un seguro de vida.
–Si ellos no están seguros de su vida,
eso no es problema mío.
El inspector escribía NO en el
cuestionario y pasaba a la siguiente pregunta.
–¿Desde qué punto de vista planea
explotar turísticamente la oquedad? Elija una opción: Científico. Religioso.
Vertiginoso (usted entiende, los deportes de alto riesgo pueden encontrar acá
un nuevo incentivo). Continúo: Alternativo. Turístico.
–¿Deportes de qué?
–Dígame, don Sánchez, sinceramente:
¿tiene algún plan para el hueco?
–Sí– contestó Florentino, contento por
comprender al fin.
–¿Cuál?
–Taparlo con aquella piedra que está
allá– dijo señalando la ladera de una montaña–, ¿la ve? ¿Cree que el gobierno
me ayude a traerla?
–Esto no es un problema del gobierno.
–¡Cómo! ¿No lo pusieron ellos aquí?
–Este hueco es problema suyo.
Don Sánchez sintió de repente que se
quedaba sin piso. Si el gobierno no se responsabilizaba, entonces ¿a quién
reclamar?
–¡Juvencia!– llamó. –Usted no habrá
puesto ese hueco ahí para recibir visita, ¿no?
–Disculpe, señor Sánchez– interrumpió el
inspector –Los huecos no se ponen. Se abren.
Florentino le dio la espalda,
entró a la casa furibundo y echó a gritos a los curiosos que se sacaban
fotografías haciendo morisquetas y balanceando los pies por encima de la cerca. Tardaron, pero salieron protestando por sus
derechos. Sólo quedaron los Sánchez y la trabajadora social. El inspector se
marchó con el gentío.
–En cualquier momento llegarán los
japoneses– dijo, críptica, la joven. –La noticia de su hueco
llegó a Caracas y les aseguro que ya se deben haber preparado paquetes
turísticos para venir a verlo. También habrá masas de psíquicos y adivinos que
vendrán a justificar sus predicciones. Ustedes necesitan ayuda.
Juvencia y Florentino cayeron agotados
sobre sus respectivos asientos, agradeciendo en silencio a la joven. Doña Sánchez suspiró cuando percibió que el suelo estaba cubierto de colillas y
faltaban algunas estampitas de las paredes. En ese momento lo que más deseaban
los Sánchez era tapar ese hueco que hasta entonces no les había molestado en lo
más mínimo, pero adivinaban que si colocaban la piedra como querían, los
curiosos, con la impunidad que otorga la multitud, la apartarían para mirar abajo
de ella. La trabajadora social se acariciaba la barbilla con la mano y caminaba
como una paloma enérgica alrededor del hueco. Los lentes le brillaban y sus
ojos, tras ellos, parecían titilar. Tenía el cabello revuelto y las mejillas
enrojecidas por el frío y la conmoción.
–Usted me va a abrir otro hueco alrededor
del hueco– le dijo Florentino.
–Primero que nada, hay que reforzar el
cerco. –Dijo ella sin hacer caso–. Hacer uno de hierro, más alto y con barrotes
más unidos. Después tenemos que edificar una pared y abrir otra puerta lateral
para aislarlo: así los turistas entrarán a verlo sin tener que molestarlos a
ustedes. También tenemos que construir un gallinero, vi cómo otros niños
correteaban a las pobres bestias. El estrés puede endurecer la carne ¿cierto?
–¿El qué?
–Después tienen que preparar un texto, un
folleto tal vez, que los libere de repetir la historia cientos de veces–,
prosiguió la trabajadora social, demasiado enfrascada en su propio discurso
para explicarlo. –También podríamos poner varios carteles a lo largo de la
carretera que digan, por ejemplo, a medida que se avecine la entrada a este
valle: HUECO A 100 MTS. No crean que es fácil llegar acá.
–Hay huecos cada cien metros en la
carretera– rió Juvencia.
–Se aclarará. HUECO INFINITO A 100 MTS.
–insistió la muchacha, dibujando un rectángulo imaginario con las manos para
hacer ver a los Sánchez la magnitud del cartel. –Y– continuó, – finalmente,
deben cobrar una entrada, con lo que recuperarán los gastos que les haya
causado todo esto y además ganarán dinero. Puede ser positivo, créanme. Podrán
comprarse una mula, un caballo tal vez, sus niños llegarán más pronto a clase.
Las mellizas se encargarán de vender las entradas en la puerta y los varones
mantendrán el orden de la fila.
Florentino y Juvencia se miraron
aturdidos. Desconocían la envergadura de una masa turística ávida
de novedades y, por lo que alcanzaban a comprender, les parecían exageradas las
previsiones de la muchacha. Ellos no pensaban ganar dinero. Sólo deseaban
librarse de las personas que le impedían a Florentino trabajar con sus cuernos
de vaca y obligaban a Juvencia a traer agua del río varias veces al día.

–Ay, no, mija. El agua no se le niega a
nadie.
Ya había anochecido y los niños dormían.
Desde hacía dos semanas se acostaban sin hacer berrinches, fatigados por la
actividad de aquellos excitantes días.
–Por supuesto– prosiguió la trabajadora
social–, yo les libraré de todo esto. Ustedes sólo díganme si desean que lo
haga y me encargaré de la pared, de los carteles, del folleto y de todo lo que
haga falta. Cobraré sólo un cuarenta por ciento de las ganancias.
–Eso es mucho, mija– dijo Florentino
mostrando los dientes con picardía.
La trabajadora social se sonrojó.
–Veinte.
–Así está mejor. Nosotros ponemos el
hueco y usted lo demás.
Hecho el trato, los Sánchez invitaron a
la muchacha a pasar la noche en la casa pues ya era tarde para ella. Le dieron
el colchón más mullido y un buen atado de mantas porque el frío que se colaba
por la teórica puerta estaba arreciando.
Los sonidos agazapados de la noche se
hicieron sentir cuando los Sánchez se durmieron. Ninguno de ellos roncaba; se oía
el canto gorgojeante de cigarras y sapos que, desde el río, delimitaban su
espacio. Al fondo un murmullo constante, como el zumbido marino de un caracol.
La trabajadora social se incorporó. El ronroneo se escuchaba apenas. No era el
Chama. Si movía un músculo, perdía la concentración y el ruido desaparecía.
Sin embargo ahí estaba de nuevo. En cuclillas, se acercó al hueco y permaneció
quieta a su lado, protegida por el cerco. Jadeaba. Era un ruido tubular, un
poco metálico, indescriptible para el vocabulario humano.
Hechizada, la futura agente turística se
adormeció con el encantador ronroneo. Percibió que un vaho cálido provenía del
hueco: era la brisa ligera que don Sánchez dijo haber sentido ascender desde
él. Se durmió escribiendo en el aire el texto del folleto.
A la mañana siguiente, la trabajadora social se despidió
prometiendo que comenzaría los trabajos. En sólo diez días, aseguró, estaría
todo listo y Juvencia podría recibir a la mismísima reina de Inglaterra si era
necesario.
–Florentino, vea si me puede hacer unos veinte tazones con sus cuernos –, dijo Juvencia.
***
Tal vez no a la mismísima reina de
Inglaterra, pero sí a buena parte de la farándula mundial, incluidos presidentes, ministros
y obispos, debió Juvencia invitar un té de limoncillo.
La casa había cambiado poco, pero la
organización era mayor. La trabajadora social se encargaba de organizar las
visitas grupales y había contratado baquianos que, con sus burros y mulas,
llevaban a los turistas a través del valle hasta el hueco. No se permitía la
entrada a más de diez personas por vez y las colas llegaban a veces hasta
las orillas del Chama.
El dinero que ahorraba la familia Sánchez
fue guardado bajo los colchones del cuarto. Florentino le armó a su esposa un
caño que canalizaba agua desde el río hasta la cocina. El baño les siguió
pareciendo inútil y la nobleza europea debió aprender a pelar el trasero entre
las grandes piedras que bordeaban el río. Algo cambió en la vida de los Sánchez,
pero no de manera drástica. La única gran compra consistió en una vieja mula,
como había vaticinado la trabajadora social, útil para transportar a los
niños a una escuela que de todos modos no importaba. Florentino siguió
trabajando en el taller, pero ahora vendía mucho más caras sus artesanías sin
moverse de su casa.
Cuando se anunciaba que alguien
importante iría a ver el hueco, se restringían las visitas. Entonces una legión de policías acordonaba la zona y los mismos Sánchez
debían identificarse ante ellos cada vez que salían de su casa. Visitaron el
hueco científicos y pseudo científicos, todos con argumentos igualmente
refutables. Tanto geólogos y astrónomos como astrólogos y ufólogos se rascaban
la cabeza, completamente atónitos. Los primeros llegaban con extraños
instrumentos que nada medían. Los Sánchez no podían comprender las teorías que
éstos exponían sobre la no existencia de aquello que no era nada. Por otra
parte, los ufólogos y religiosos se conformaban con darle sentido al hueco
mediante hipótesis tan vagas que ni los Sánchez dejaban de ridiculizar.
–Es sólo un hueco raro, mijo– decía
Juvencia a todos. Los científicos sonreían con su orgullo herido, conscientes
de que, en el fondo, la ignorancia de la señora Sánchez no distaba mucho de la
de ellos.
También venían muchos hippies de todas
partes del planeta. Los Sánchez estaban acostumbrados a esa raza: las montañas
estaban plagadas de ellos. Eran los mismos que ponían carpas en los valles y
luego llegaban a la casa castañeteando los dientes y suplicando por una taza de
té caliente. Comían hongos, tenían pelos largos y se vestían de manera extraña. Todos llevaban
vestidos floreados, colas de caballo, pulseras y collares. Sólo a ellos los
Sánchez les permitían acampar cerca de su casa, incluso a veces los dejaban
entrar a la cocina para que prepararan sus mejunjes. Parecían respetuosos, no
se tomaban fotografías y eran muy agradecidos. Pero hablaban un lenguaje
incomprensible.
–¿Qué energía sienten ustedes desde que
está el hueco?– les preguntaban.
–La única energía acá es la de la mula–
respondía Florentino, golpeándose los muslos con las palmas de sus dos manos
mientras reía divertido.
–Yo lo que siento– decía otra –es como si
algunos duendes diminutos que estaban atrapados en el centro de la tierra
hubieran por fin encontrado el camino de salida. Pero no podemos verlos porque
pertenecen a otra dimensión.
–Sea quien sea– terminaba Juvencia,
–tiene que dar la cara y repararnos el piso. Si querían poner un hueco, podían
ponerlo fuera de la casa ¿no?
Los japoneses no tardaron en llegar. La
trabajadora social tenía razón: eran como langostas. No atendían al hueco sino
que sonreían detrás de él y frente a la cámara. Los dos niños mayores se
habían encargado de juntar piedras que acumulaban en pequeños montículos cerca
de la casa: así los turistas podrían percibir por sí solos la profundidad del
hueco. Los japoneses, en cambio, traían sus propias piedras de porcelana y
hierro que contenían una caja de resonancia miniaturizada capaz de hacer
retumbar el sonido de una caída a miles de metros de distancia. No había nada
insondable para ellas, decían. Pero en el hueco no se oían caer.
Los alemanes, en cambio, se sorprendían
más por el paisaje que por el hueco, interesados por la forma de vida de la
familia Sánchez. Los norteamericanos le ofrecían a Juvencia convertir el hueco
en merchandising. Juvencia reía, pero a todo se negaba. La familia Sánchez sólo
aguardaba, ansiosa, que la moda del hueco pasara pronto.
Hacía ocho meses que se había comenzado a
explotar turísticamente el hueco y hasta los niños estaban ya aburridos de él.
Juvencia hacía lo posible por recuperar su vida, pero era difícil no
toparse con un curioso en su casa que buscara un baño o agua fresca. Florentino
se preocupaba a su vez por el pasaje del río y la debilidad del puente le hacía
temer un desastre. El Ministerio de Turismo había dedicado un gran presupuesto
a promocionar el hueco, pero se desentendió de la infraestructura que lo
rodeaba.
Al cabo de un tiempo apareció un señor
muy bien trajeado y con un papel en la mano: decía que era el dueño del hueco.
El papel lo confirmaba. El Dr. Ruperto Zucchini, que así se llamaba este señor,
era regordete y bajo, casi enano, de aspecto roedor. Cubría la media calva
peinando hacia arriba sus pocos cabellos engominados. Llevaba un pesado reloj
de oro y un insólito anillo de graduación en sus gruesos deditos. Sus mejillas
se enrojecían al menor movimiento y llegó a la casa en un mar
de sudor. Los Sánchez supieron que, varios meses atrás, el Dr. Zucchini había
registrado el hueco y esperado luego el momento de mayor auge para proceder al
reclamo. Le pedía a la familia una indemnización y reclamaba para
sí el usufructo de la oquedad.
–Mire, doctor– dijo Florentino, –si esta
tierra no es suya, ese papel está equivocado.
–Cierto– corroboró, irónico, el Dr.
Zucchini –la tierra no es mía, pero el hueco sí. En el hueco no hay nada, de
modo que todo lo que lo rodea, puede usted quedárselo. Pero las ganancias que
se hayan obtenido con el hueco me pertenecen.
–Pues aunque la tierra no sea mía
tampoco, yo mando acá. Así que decida usted si se larga o se tira en su hueco,
que es todo suyo.

Cuando, días después, los Sánchez habían
comenzado la construcción de la casita lateral, llegó azorada, a caballo, la
trabajadora social. Venía agitando un diario por los aires y, con la
respiración alterada, les leyó la noticia de que había aparecido un hueco
idéntico, del mismo diámetro y con las mismas características, en Bali.
–¿Y eso qué es, mija?
–Una isla al sur de Japón.
–Ay, qué bueno, mija. Así tienen su
propio hueco y no vienen más para acá.
–Dice el artículo que no se sabe desde
hace cuánto tiempo está el hueco ahí. Un grupo de turistas mochileros lo
descubrió en medio de la selva y lo denunció al pensar que se trataba de un
cañón de misil. Pero no. Es idéntico a éste. Tiene puntitos de luz en el día
que se apagan en la noche. Dicen que suena igual al de ustedes y que tiene el
mismo viento cálido.
–Me parece muy bueno.
La trabajadora estaba sobreexcitada.
Nadie sabía el significado de aquellos dos huecos. También en aquellas tierras
los científicos habían enviado sondas, aparatos extraños que debieron retornar,
calcinados por el calor del centro del planeta, sin encontrar el fondo. Ninguna
investigación, por millonaria que fuera, despejaba las dudas sobre el hueco.
–¿Y por qué creen que son dos huecos
distintos?– dijo Florentino. –Para mí que es el mismito hueco. ¿Dónde queda
eso?
La trabajadora social tomó prestada la
pelota de los niños y les dibujó un somero mapamundi. Cuando acabó percibió que
en efecto Bali, si la había dibujado correctamente, era la antípoda de
Venezuela.
–Es el mismo hueco– susurró la
trabajadora social, asustada por el descubrimiento del señor Sánchez.
Pero ese descubrimiento ya lo habían
hecho los científicos cuando decretaron el hueco Patrimonio de la Humanidad y
neutralizaron con ello las ambiciones del Dr. Zucchini, quien partió a
registrar el nombre Macdonald en un atolón deshabitado en el Pacífico. Ahora los dos
huecos, o el gran hueco, no era de nadie. Ya no se podía cobrar entrada y
pronto el dinero no bastó para amansar a los turistas, que comenzaron a probar
la potencia de sus autos de tracción en el valle, destruyendo el pasto,
despistando a las vacas y alardeando frente a los Sánchez, que los miraban
espeluznados ante tamaña vulgaridad.
Florentino y Juvencia se dedicaron a la
construcción de su nueva casa, que decidieron levantar a un kilómetro de la
anterior, más arriba en la montaña para que nadie tuviera la voluntad de ir a
molestarlos. Su rancho se había convertido en un observatorio
astronómico improvisado que mantenía "estricta reserva", como les gustaba decir, sobre sus operaciones.
***
Poco tiempo duró el observatorio. En la
noche del 1° de diciembre del siguiente año, un inmenso y brillante cilindro
surgió del hueco, destruyendo la casa, y emergió desde la profundidad de la
Tierra hacia el espacio exterior. Los Sánchez, por primera vez en sus vidas, se preocuparon
por comprar diarios y pedirles a los niños que leyeran las noticias. Al parecer,
los científicos no podían discernir dónde terminaba el cilindro, que era
blancuzco, irrompible, inofensivo y de un material, parecido al plástico,
desconocida para ellos. Lo habían fotografiado con potentísimos telescopios,
pero el tubo se perdía, turgente, en la inmensidad de la noche sin que se
vislumbrara su fin. Lo mismo ocurría en Bali: el cilindro atravesaba la Tierra
de parte a parte por su centro a través del hueco, sus cabos se perdían en el
infinito y los astrónomos no habían podido prevenir
el fenómeno ni explicarlo.
Dos semanas después se hizo pública la
noticia de que un enorme cometa, también ensartado en el inmenso cilindro que
atravesaba la Tierra, se dirigía hacia ella en un choque inminente. Destruir al
astro antes de que colisionara no era una opción: su explosión crearía una onda que recorrería el
cilindro y se expandiría por todo el planeta. Sin
explicación aparente, el gran cometa había reducido su velocidad a medida que
se acercaba a la Tierra. Los astrónomos calculaban que, en lugar de un choque propiamente dicho, ocurriría
un empate que, más allá de los desastres climáticos y la extinción de millones
de especies, entre ellas la humana, no provocaría mayor desgracia.
Los Sánchez sólo escuchaban las noticias
referentes a su hueco, a su cilindro y al cometa que también estaba ensartado
en él; ajenos a la ola de suicidios que mermaba la población mundial.
–Juvencia– dijo Florentino, sentado en el
patio de su nueva casa. Escupía tabaco en dirección
al valle y miraba el cilindro que se proyectaba hacia el cielo desde el hueco
–Fíjese usted, qué talento. La gente armando todo este alboroto y lo único que pasa es
que alguien está haciendo un bonito collar de cuentas con nosotros.
–Sí, mijo. Menos mal que nos mudamos. ◙
9 comentarios:
Buenísimo Leila!!! Besos grandotes, M
Me gustó muchísimo, Gracias!!! que final tan poético....
Fantástico y llama a la reflexión. Me encanta como escribes. Valió la pena tanta espera para esta nueva entrada. Hasta la próxima, éxitos!
eh, em, esperaba al final algo así como cuento ganador del concurso literario "Habia una vez..." Realizado en venezuela en marzo de 2012
Hola Santiago, de hecho sí ganó un concurso una vez, el primer premio de la Fundación Neoana de Monagas, en Venezuela, en 2007. Saludos!
ja, mi intuición masculina no falló esta vez
Felicitaciones, por escribirlo, es un lindo cuento.
Excelente!
La urbe nos hace rememorar, volver al rupestre campo.
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