“My dad thinks I paid for all this with catering jobs.
Never underestimate the power of denial”.
(Ricky Fitts en American Beauty)
Lo más aterrador de la negación es no saber qué es lo que se está negando. Qué recuerdo se borró y por qué. Qué hay delante de nuestras narices que no vemos y por qué no lo vemos. El problema no es que la visibilidad sea corta, se puede vivir con eso, creo. Se puede vivir –y se vive– mirando sólo lo que se quiere o se puede ver, bajo el lente que se elija, con la deformación que convenga y las prerrogativas que a uno le satisfagan. El problema es no tener ni idea de qué es lo que ese radio de visibilidad está ocultando. Todo está aquí, cercándonos, pero sólo advertimos la bruma que nos tapa la visión. Suponemos nuestro entorno y asumimos como propios recuerdos autoimpuestos, revisitados en disuasivas fotografías. ¿Qué garantías tenemos de que lo que vemos realmente está? ¿De que no recreamos todo a partir de las formas fantasmales de la niebla, de que no implantamos situaciones y personajes imaginarios así como uno ve caras en las manchas de las baldosas del baño? No hay que subestimar el poder de la negación. Podemos estar negando todo lo que sucede alrededor y vivir en una barquita roja en medio del Mar de los Sargazos creyendo que somos dueños del barco y del océano. Pero puede venir un golpe de viento, liberar un metro más la visibilidad y develar bruscamente el monstruo, el abismo, la isla. Puede venir un golpe de viento y mostrarnos por unos segundos el horror de la negación: la negación expuesta. Plantada ante nosotros reivindicando su odiosa existencia, como si uno de esos topos subterráneos sin pelos emergiera a la superficie para burlarse de nuestra conmocionada sorpresa: “Cómo, ¿no sabías que yo estaba aquí?”
Cuando era pequeña, mis hermanos y yo jugábamos mucho con los ladrones, unos cangrejos de arena que habitan algunas playas caribeñas. También se conocen como ermitaños. No tienen caparazón propio, como las tortugas, sino que viven en conchas de caracoles muertos. A medida que crecen, se mudan velozmente a otro caracol más grande o se lo roban a otro cangrejo tras una lucha feroz. Sus cuerpos son blandos como mejillones, retorcidos y maleables para encajar en el molusco que adoptan; pero tienen patas sólidas, resecas y temibles como para pelear hasta la muerte contra cualquier amenaza a su hogar y al cuerpecito ridículo que ahí se esconde. Por eso no salen fácilmente. Una vez que hallaron su casa la defienden con todo el furor de sus pinzas y patitas puntiagudas. Nosotros les prendíamos fuego y nos reíamos como locos cuando los veíamos escapar: se deshacían de la carcasa y corrían desnudos por la arena a buscar algún otro molusco con sus frenéticas patas de cangrejo fanfarrón arrastrando una existencia lábil, gomosa, pálida, que nunca había visto el sol. Era repugnante. Yo gritaba con el grito agudo de una nena asqueada y exaltada.
Así mismo, como el cuerpo de un cangrejo ladrón expuesto por el fuego de niños crueles, es una negación súbitamente revelada.
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