Saben cuáles son. Esos en los que uno no entiende de qué demonios se está hablando. Esos diálogos que uno tiene con su pareja cuando la relación está llegando a su fin o cuando se está ante una situación muy seria que cambiará las reglas del juego y establecerá nuevos parámetros de convivencia. Yo nunca entiendo nada.
El problema es que se usan demasiadas metáforas. Y no sé a ustedes, pero a mí nunca me explican cuál es la metáfora, a qué remite, dónde se ancla. Encima son momentos demasiado serios para arruinarlos con una pregunta tan prosaica como “¿A qué te refieres con que 'la estantería está abombada', qué representa esa estantería en tu
imago mundi?”. Así que prefiero seguir adelante, a ver si en algún momento se me devela el misterio. “Ah, está abombada… ¿muy muy abombada?”, pregunto, tratando de desentrañar qué tiene que ver eso conmigo. “¿Por el peso o por la humedad?”. Lo increíble es que él piensa que yo sé de qué estamos hablando. Me mira con cariño y responde con fastidiada condescendencia: “Mi amor, sabes bien que no es por la humedad”. En estas misteriosas conversaciones he llegado a comprometerme a cosas honestamente fantásticas, por ejemplo a comportarme como una reluciente biblioteca nueva, para que me sigan queriendo. Debe ser por eso que luego me dicen que no cumplo mis promesas.