En “Hasta el Fin del Mundo”, de Win Wenders (1991), los protagonistas se obsesionan con un aparato que utiliza el personaje de William Hurt para grabar sus recuerdos e introducir esas imágenes mentales en el cerebro de su madre, que como ha nacido ciega no tiene ninguna. No obstante, los personajes poco a poco comienzan a usar esa especie de videocámara para registrar sus propios sueños y verlos durante las horas de vigilia. Y se hacen adictos a ella. Hay largas tomas de Claire Tourneur ensimismada como una opiómana en la contemplación de las imágenes vagas que su cerebro formó durante la noche. El espectador se preocupa: los protagonistas pierden su impulso vital y se sumergen en una embriaguez amniótica. Se dedican sólo a observar su subconsciente a través de la máquina, fascinados, pasmados en la contemplación de ese pasado indefinido y hermoso que representa un sueño.
Se han escrito muchas cosas ya sobre Facebook, en general denostando de sus tonterías (que tiene muchas). ¿Qué me interesa a mí si un “amigo” me manda un dibujito de un Daikiri, un “hug” u opina que soy “hot”? Aparece alguien que no he visto en años y en lugar de escribirme sobre sí o preguntarme sobre mí, me envía un test para saber qué tan sexy soy o qué clase de estrella de cine sería o qué tipo de ama de casa podría ser. Pero esos jueguitos triviales que inundan Facebook son un maquillaje que contamina lo que verdaderamente hipnotiza de él: la mirada atónita, paralizante, de uno mismo sobre su propio pasado.
Tengo “amigos” muy jóvenes en Facebook (de 18, 20, 25 años) que juegan los juegos que esa red social ofrece. Hacen los tests, ponen fotos, las comentan. Pero a medida que los usuarios avanzan en edad, el sitio se va pareciendo cada vez más a la máquina de “Hasta el Fin del Mundo”. Colocamos fotos de hace 20, 30 años y nos quedamos absortos en la contemplación de lo que fuimos, comentando una y otra vez las mismas cosas, aunque sea para evitar que ese momento vuelva a evaporarse. Reaparecen amigos que no vimos en 20 años, reaparece aquel amor de adolescencia, reaparecen las personas que habíamos olvidado (y recordamos por qué habíamos decidido olvidarlas), reaparecen los que nos hicieron daño, a los que les hicimos daño, los ex, las ex. Como si todo lo vivido se resumiera en un solo lugar. Y entonces, adictos como Claire Tourneur al aparato que registra sus sueños, pasamos indolentes horas absortos en la contemplación estática de ese pasado que se condensa allí, bajo la forma de “amigos” que no son amigos reales sino los fantasmas que pueblan nuestra memoria. Atrapados por una máquina que le da forma a nuestros difusos recuerdos y los proyecta incesantemente ante nosotros.
(* Publicado en septiembre de 2008 en www.observa.com.uy).