Cada vez que pierdo el ómnibus –lo veo pasar desde la esquina y alargo una mano suplicante, que luego en un vano disimulo llevo a mi cabeza para hacerle creer a un inexistente observador que sólo quise arreglarme el pelo–, cada vez que pierdo el ómnibus, decía, dedico la larga espera subsiguiente a pensar qué mínima acción debí haber evitado, antes de salir de casa, para llegar treinta segundos antes a la parada.
Vista desde afuera parezco una tipa ahí, normal. Pero soy una tipa que piensa frenéticamente que no debió dormir ese minuto extra, o que no debió volver a casa al recordar que dejó una luz prendida, o que la culpa de todo la tuvo esa última revisión de email. A veces, mientras lavo los platos, pienso: si pierdo el ómnibus luego –aunque piense salir de casa varias horas después– seguramente será por esta jabonosa pesadilla diaria.
–Si seguís así, vas a terminar saliendo en pijama a la calle y pensando en la parada qué fue lo que soñaste de más–, me dijo Oli.
Es cierto. Esa obsesiva economía del tiempo es la que me hace suponer con ingenuidad que ahorro milisegundos si, por ejemplo, cruzo la calle en diagonal, hablo por teléfono cuando barro la casa, me peino en el ascensor o me cepillo los dientes mientras pongo el despertador.
Es curioso que en una ciudad apacible como Montevideo, que por su escala humana nos regala tanto tiempo libre, sus habitantes llenemos las horas sobrantes con frenéticas actividades, para acabar más estresados que un corredor de bolsa de Wall Street. Conozco mucha gente que estudia, acude a un trabajo, almuerza con un amigo, va a su segundo trabajo, lleva a sus hijos al parque, todavía puede asistir a una asamblea y encima hace sociales de noche.
Las grandes marcas hace años se percataron de que la gente necesita ahorrar más tiempo que dinero. El lavarropas promete economizar tiempo y energía, los bancos invitan a ahorrar tiempo con la banca online, las revistas aconsejan cómo ahorrar tiempo en las compras, y las innovaciones tecnológicas se tratan, en su esencia, de lo mismo: mire tele en el auto, hable por teléfono mientras descarga música, grabe un video y mándelo por internet con un solo clic.
Terminamos como el conejo de
Alicia en el País de las Maravillas, que corría diciendo tengo prisa tengo prisa y nunca se sabía adónde iba. La culpa la tienen las ciudades: mientras antes los humanos teníamos una relación agrícola con el tiempo, que entonces era circular por su sucederse de lunas, mareas y estaciones, ahora pasamos a verlo como una línea con principio y final.
Y como avanzamos hacia el fin de esa línea, lo mejor es atesorar cada punto. Aunque a uno le toque sufrir de vez en cuando la avidez temporal de los demás. Como me pasó hace poco, cuando recibía las salpicaduras de las densas uñas de una mujer que viajaba a mi lado en el ómnibus y que también economizaba su tiempo armada con su cortauñas.